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Por Kanabik

Mi teoría es que las mañanas frías son más frías cuando vivís en calle de tierra. Supongo que la tierra es catalizadora del frío y el calor, mientras sobrevive a la promesa del asfalto por venir. Esa mañana salí con tiempo, cosa que no es tan habitual en mí. Los últimos días del secundario me deprimían lo suficiente como para estirar mi ingreso hasta el último segundo previo a la sanción por llegar tarde.

“Ni cuando robó el fuego, tuvo esa rapidez. No vino hasta éste mundo, a caerte en gracia a vos”. Cruzo la intersección de la esquina de mi casa mientras escucho Los Redondos y sueño con que se vuelvan a juntar. “Le prohibieron la manzana solo entonces la mordió. La manzana no importaba no, nada más la prohibición”.

Justo en el momento en que estoy cruzando, siento la mirada de los pibes de la esquina caer sobre mi nuca. Siempre que me los encuentro me llevo sus ojos clavados en la parte posterior de mi cabeza. Por más que no la vea, la siento penetrante e inequívoca: son ellos que me miran desde la esquina donde siempre se reúnen a ranchear y a dejarle ofrendas al Gauchito. Apuro el paso en esa parte del camino. Yo a ellos no los conozco, pero me miran con la seguridad de que me conocen a mí.

Se habla mucho en el barrio de la banda del Gauchito. Llevan ese nombre por el bautismo anónimo que le hicieron los vecinos de Grand Bourg, me intriga saber si ellos se perciben de esa manera colectivamente. Suelen juntarse en la esquina para acompañar la arquitectura del santo popular mientras comparten una cerveza que toman del pico. Si los cruzás por la tarde, no están tan escabio. Si los encontrás por la noche, están más activos, escuchan música o hablan entre carcajadas. Las mañanas suelen ser las más difíciles para predecir su estado. A veces están careta, fumando algo, otras veces están dormidos abrazados a la estatua algo demacrada por el sol y la lluvia. Ese día estaban tranquilos. Vi que hablaban entre ellos y que al verme pasar dejaron de hacerlo. Me miraron y me siguieron mirando hasta perderme de vista. Yo no los conocía, pero parecía que ellos sí me conocían.

Al Gauchito Gil lo descubrí por todos los monumentos que hay en el barrio. El de la esquina de mi casa es, definitivamente, el más grande y decorado. En catequesis no te contaban del Gauchito. Sí te contaban de los milagros de las vírgenes y los santos. Algunas historias estaban buenas, pero nunca fui muy amiga de los relatos que combinan verdad con fantasía.

“Estos están con El Negro Andrés. Hace rato que se juntan ahí. No joden, pero andá a saber qué hacen” dice Carmen, nuestra vecina de al lado. Ella conoce muy bien el barrio y es querida por todos. Mi mamá me contaba que en otra época era manzanera y que eso la convirtió en una referencia para los vecinos. “Al que no ubico bien es al que llaman Bolón Blanco” continúa, “de un día para el otro apareció ese pibe, ni sé de quién será hijo”.

Bolón Blanco era el que más llamaba la atención de la Banda del Gauchito. Sus carcajadas eran inconfundibles, el tono de su voz se diferenciaba del resto y su ojo derecho no tenía ni pupila ni iris. Era raro que Carmen no lo conociera, pero conocía al resto y supongo que eso era suficiente.

De Bolón Blanco se decía de todo, que perdió el ojo en la cárcel durante un enfrentamiento con otra banda; que una novia, luego de una discusión, le había tirado un ácido que lo dejó así y tantas cosas más. Una noche recuerdo escucharlo con su tono de voz característico y algo alegre por el alcohol “¿De qué se queja mi señora? De que fumo faso, de que me junto con los pibes, de que ando en cualquiera. ¿Pero saben lo que a mí más me molesta? que me miren el ojo”. Era imposible no mirarle el ojo, porque ese círculo blanco y brillante te miraba a vos.

Del resto de los pibes también se decían una banda de cosas. Había una historia espectacular en la que, supuestamente, escaparon de la policía a 150 km por hora arriba de un Volkswagen Gol. Dicen que la policía les tiraba, pero que ninguna bala les entró. Parece que le habían pedido al Gauchito, que siempre lo hacían. Pero ese día, además, El Polaco había llevado una estampita de este santo popular guardada en la guantera. En un momento la persecución se puso áspera, algunos empezaron a pensar en los próximos días que pasarían en la cárcel. En ese instante, El Polaco saca de la guantera al Gauchito y lo besa. El auto de la policía se les pone delante y parecía que ya no había forma de escapar. Una mala maniobra de la yuta hace que se desvíe de la ruta y que el patrullero vuelque. Los ojos del Polaco no creían lo que veían: el patrullero rodando al costado de la ruta mientras que sus labios todavía no se despegaron de la estampita.  Zafaron de milagro y gracias al Gauchito.

La cosa se empezaba a poner difícil en casa. Mi viejo no vendía lo suficiente en el tren y a mi vieja se le complicaba vender la ropa usada en la feria. Las mejores camisas de la feria del zanjón las tenía ella, pero ni así logramos hacer la plata suficiente para cubrir todos los gastos. El barrio estaba más o menos en la misma situación, en la calle no había un mango y no parecía que fuera a mejorar pronto.

Durante esa mañana de julio nos despertamos con un nuevo estado de situación de la Banda del Gauchito. Habían puesto una parrilla con una olla encima mientras entonaban unas cumbias clásicas. “Traiga un plato o un taper señora, así se lleva un poco de guiso que acá El Polaco es masterchef”, gritaba Bolón Blanco mientras los vecinos se iban acercando a la olla popular que habían puesto justo frente a la estatua del Gauchito. “Agarrá un taper y traé algo de guiso Andrea” me dice mi mamá.

Dudé en acercarme y un poco me costaba. Nunca antes lo había hecho y por lo general o los evitaba o pasaba rápido delante de ellos. Se hacían respetar, supongo que un poco por la forma en la que se plantaban y un poco por las historias que contaba el barrio. “Hola, ¿me das?”, dije. El Polaco estaba delante de la olla con un cucharón pero mirando hacia atrás al que cortaba el pan “cortalo bien que hacés todo a los premios vos”, grita. Se ve que no me escuchó pero al darse vuelta me saluda “¡Hola! ¿Vos sos la hija del tucumano?”, me pregunta. Dudo en contestarle pero decidí corregirlo “No. Yo soy hija de Gabriel, del santiagueño”. El Polaco echa levemente su cuerpo hacia atrás en un gesto como si cayera en la cuenta de que me reconoce “Ahhhhh, si! El que vende medias en el tren. Si, te conozco”. En ese momento interrumpe Bolón Blanco “¿Sos boludo Polaco? El tucumano es el marido de la Carmen, no tienen hijos. Si, te conocemos a vos. Yo soy Matías, hijo de correntinos como el gauchito”. En ese momento Bolón Blanco hace un gesto de orgullo. Se ve que en el barrio somos varios los hijos de las promesas incumplidas del federalismo.

Les agradecí, me di media vuelta y volví para casa con el guiso entre las manos. La mirada en la nuca se sentía igual, pero diferente. Parecía que esa mañana la Banda del Gauchito había abierto la puerta de su santuario para ofrecer al barrio un banquete. Supongo que todos en ese momento habremos recordado las historias que escuchamos sobre ellos. Supongo que algo de verdad y fantasía tienen, como los milagros.

 

 

Cabrío rojo
Por Kanabik