César Campello
Cambiar el mundo
Por César Campello
¿Cuándo el mundo se desvía y hacer un acto considerado vandalismo se convierte en poesía? Lo primero que se viene a mi mente es cuando el carbón se convierte en diamante.
¿Cuándo en el mundo hubo que esconderse para hacer el bien? En este momento, a mí me inspira preguntarme: ¿El mundo seguirá girando en la dirección correcta o es que nunca lo hizo?
Es cuando menos cuestionable el destacar el papel protagónico de la adversidad en este tipo de apariciones artísticas, RESILIENTES. Incluso este maravilloso término calificativo ocurrió gracias a las adversidades porque la resiliencia es eso, el sobreponerse a momentos críticos. Esta es una descripción muy resumida de lo que es la resiliencia y quisiera describir todo lo que abarca esta monumental transformación.
Algunos pocos ejemplos son: el dolor que nos atraviesa y nos deja en un estado de parálisis e impotencia. Porque en una primera instancia, no entendemos cómo podemos encaminar ese cúmulo de emociones que, de repente, aparecieron allí (en el centro de nuestro ser) y en parte fingir demencia y hacer que no sucede una situación que nos atribula. Pero, finalmente, conectamos con la empatía y los sentimientos que nos motivan y nos hablan de que hay otras personas que están pasando por estos mismos tormentos, y una inspiración nos regala un pequeño retazo de esperanza y nos animamos a sentir la necesidad de regalarlo y compartirlo.
Dejando un poco de lado lo entusiasta del significado que a cada persona le representa en su mente esta frase de “Cambiar el mundo” -porque cada persona, cada mente y emoción forma no un mundo, sino un universo de percepciones-, hablar de una metamorfosis de un mundo es pretender invocar a la humildad. No sólo por invocar a la humildad sino -casi como un conjuro mágico- deseo que podamos distinguirnos de aquel pensamiento arrogante y soberbio que claramente no coincide con todo este conjunto de emociones tan elevadas que sentimos al ver este modesto acto de rebeldía, que ya despintado y desgastado por el tiempo, sigue decorando esta pared perdida y olvidada en alguna calle de Bella Vista (Conurbano Bonaerense).
¡¡¡Esa es la fórmula maestra de reproducirlo y multiplicarlo!!! A todos aquellos que comparten su arte y su ingenio, su saber y conocimiento, su SOLIDARIDAD, ¡GRACIAS! Porque esa es la esencia que nos mantiene vivos, HUMANOS; nos acerca los unos a los otros y nos hace sentir que debemos luchar por un mañana mejor para los que vienen, en oposición a la idea de consumo desmedido, egoísta y destructora del sentimiento de ayuda al prójimo.
Incluso ahora veo que antes era necesario hablar de religión para hablar del prójimo, pero lamento decirte, amigue mío, que varios sectores de la religión se han corrompido, y hoy ya son cuestionables incluso unos cuantos paradigmas que en un pasado no nos deteníamos a pensar y dábamos por correctos o, por lo menos, aceptables, y que hoy comenzamos a descubrir como nocivos e incompatibles con nuestra idea de HUMANIDAD (mejorada), sin discriminación, integradora de les que muchas veces no nos sabemos defender.
En esto me incluyo porque todos tenemos partes vulnerables que necesitan ayuda. Y GRACIAS a eso no nos corroe ese EGOCENTRISMO de creernos superiores. Gracias a eso conectamos con otras personas que no ayudan desinteresadamente y nos sanan nuestras dolencias y deterioros, provocados por un mundo que muchas veces pareciera tratarnos con hostilidad y es agresivo.
Todo eso y más nos trae de regalo las tribulaciones. Nos une y afianza a nuestros valores y principios, hace que nos identifiquemos mucho mejor con aquellos que nos hacen bien y nos hacen crecer, conectamos con el amor y con nosotros mismos.
A todos aquellos que van en contra de nuestras ideas de amor, empatía, educación, salud, bienestar social y nuestros derechos, les doy las gracias porque nos hacen dar cuenta de que somos muchos más y que nuestros derechos se respetan. Gracias porque nos hacen ver para atrás y notamos que cada vez que nos oprimieron, nos hicimos más fuertes y vencimos.
Esta vez ¡NI NUNCA! Va a ser la excepción y vamos a continuar robusteciendo nuestras ideas en el amor. Muchas gracias porque todos esos obstáculos y dificultades que facilitan nuestra unión y superación se los debemos a ustedes, quienes pretenden avasallar nuestros derechos obtenidos y reconquistados.
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"Reflexiones conurbanas"
Por Kanabik
Cabrío rojo
Por Kanabik
Mi teoría es que las mañanas frías son más frías cuando vivís en calle de tierra. Supongo que la tierra es catalizadora del frío y el calor, mientras sobrevive a la promesa del asfalto por venir. Esa mañana salí con tiempo, cosa que no es tan habitual en mí. Los últimos días del secundario me deprimían lo suficiente como para estirar mi ingreso hasta el último segundo previo a la sanción por llegar tarde.
“Ni cuando robó el fuego, tuvo esa rapidez. No vino hasta éste mundo, a caerte en gracia a vos”. Cruzo la intersección de la esquina de mi casa mientras escucho Los Redondos y sueño con que se vuelvan a juntar. “Le prohibieron la manzana solo entonces la mordió. La manzana no importaba no, nada más la prohibición”.
Justo en el momento en que estoy cruzando, siento la mirada de los pibes de la esquina caer sobre mi nuca. Siempre que me los encuentro me llevo sus ojos clavados en la parte posterior de mi cabeza. Por más que no la vea, la siento penetrante e inequívoca: son ellos que me miran desde la esquina donde siempre se reúnen a ranchear y a dejarle ofrendas al Gauchito. Apuro el paso en esa parte del camino. Yo a ellos no los conozco, pero me miran con la seguridad de que me conocen a mí.
Se habla mucho en el barrio de la banda del Gauchito. Llevan ese nombre por el bautismo anónimo que le hicieron los vecinos de Grand Bourg, me intriga saber si ellos se perciben de esa manera colectivamente. Suelen juntarse en la esquina para acompañar la arquitectura del santo popular mientras comparten una cerveza que toman del pico. Si los cruzás por la tarde, no están tan escabio. Si los encontrás por la noche, están más activos, escuchan música o hablan entre carcajadas. Las mañanas suelen ser las más difíciles para predecir su estado. A veces están careta, fumando algo, otras veces están dormidos abrazados a la estatua algo demacrada por el sol y la lluvia. Ese día estaban tranquilos. Vi que hablaban entre ellos y que al verme pasar dejaron de hacerlo. Me miraron y me siguieron mirando hasta perderme de vista. Yo no los conocía, pero parecía que ellos sí me conocían.
Al Gauchito Gil lo descubrí por todos los monumentos que hay en el barrio. El de la esquina de mi casa es, definitivamente, el más grande y decorado. En catequesis no te contaban del Gauchito. Sí te contaban de los milagros de las vírgenes y los santos. Algunas historias estaban buenas, pero nunca fui muy amiga de los relatos que combinan verdad con fantasía.
“Estos están con El Negro Andrés. Hace rato que se juntan ahí. No joden, pero andá a saber qué hacen” dice Carmen, nuestra vecina de al lado. Ella conoce muy bien el barrio y es querida por todos. Mi mamá me contaba que en otra época era manzanera y que eso la convirtió en una referencia para los vecinos. “Al que no ubico bien es al que llaman Bolón Blanco” continúa, “de un día para el otro apareció ese pibe, ni sé de quién será hijo”.
Bolón Blanco era el que más llamaba la atención de la Banda del Gauchito. Sus carcajadas eran inconfundibles, el tono de su voz se diferenciaba del resto y su ojo derecho no tenía ni pupila ni iris. Era raro que Carmen no lo conociera, pero conocía al resto y supongo que eso era suficiente.
De Bolón Blanco se decía de todo, que perdió el ojo en la cárcel durante un enfrentamiento con otra banda; que una novia, luego de una discusión, le había tirado un ácido que lo dejó así y tantas cosas más. Una noche recuerdo escucharlo con su tono de voz característico y algo alegre por el alcohol “¿De qué se queja mi señora? De que fumo faso, de que me junto con los pibes, de que ando en cualquiera. ¿Pero saben lo que a mí más me molesta? que me miren el ojo”. Era imposible no mirarle el ojo, porque ese círculo blanco y brillante te miraba a vos.
Del resto de los pibes también se decían una banda de cosas. Había una historia espectacular en la que, supuestamente, escaparon de la policía a 150 km por hora arriba de un Volkswagen Gol. Dicen que la policía les tiraba, pero que ninguna bala les entró. Parece que le habían pedido al Gauchito, que siempre lo hacían. Pero ese día, además, El Polaco había llevado una estampita de este santo popular guardada en la guantera. En un momento la persecución se puso áspera, algunos empezaron a pensar en los próximos días que pasarían en la cárcel. En ese instante, El Polaco saca de la guantera al Gauchito y lo besa. El auto de la policía se les pone delante y parecía que ya no había forma de escapar. Una mala maniobra de la yuta hace que se desvíe de la ruta y que el patrullero vuelque. Los ojos del Polaco no creían lo que veían: el patrullero rodando al costado de la ruta mientras que sus labios todavía no se despegaron de la estampita. Zafaron de milagro y gracias al Gauchito.
La cosa se empezaba a poner difícil en casa. Mi viejo no vendía lo suficiente en el tren y a mi vieja se le complicaba vender la ropa usada en la feria. Las mejores camisas de la feria del zanjón las tenía ella, pero ni así logramos hacer la plata suficiente para cubrir todos los gastos. El barrio estaba más o menos en la misma situación, en la calle no había un mango y no parecía que fuera a mejorar pronto.
Durante esa mañana de julio nos despertamos con un nuevo estado de situación de la Banda del Gauchito. Habían puesto una parrilla con una olla encima mientras entonaban unas cumbias clásicas. “Traiga un plato o un taper señora, así se lleva un poco de guiso que acá El Polaco es masterchef”, gritaba Bolón Blanco mientras los vecinos se iban acercando a la olla popular que habían puesto justo frente a la estatua del Gauchito. “Agarrá un taper y traé algo de guiso Andrea” me dice mi mamá.
Dudé en acercarme y un poco me costaba. Nunca antes lo había hecho y por lo general o los evitaba o pasaba rápido delante de ellos. Se hacían respetar, supongo que un poco por la forma en la que se plantaban y un poco por las historias que contaba el barrio. “Hola, ¿me das?”, dije. El Polaco estaba delante de la olla con un cucharón pero mirando hacia atrás al que cortaba el pan “cortalo bien que hacés todo a los premios vos”, grita. Se ve que no me escuchó pero al darse vuelta me saluda “¡Hola! ¿Vos sos la hija del tucumano?”, me pregunta. Dudo en contestarle pero decidí corregirlo “No. Yo soy hija de Gabriel, del santiagueño”. El Polaco echa levemente su cuerpo hacia atrás en un gesto como si cayera en la cuenta de que me reconoce “Ahhhhh, si! El que vende medias en el tren. Si, te conozco”. En ese momento interrumpe Bolón Blanco “¿Sos boludo Polaco? El tucumano es el marido de la Carmen, no tienen hijos. Si, te conocemos a vos. Yo soy Matías, hijo de correntinos como el gauchito”. En ese momento Bolón Blanco hace un gesto de orgullo. Se ve que en el barrio somos varios los hijos de las promesas incumplidas del federalismo.
Les agradecí, me di media vuelta y volví para casa con el guiso entre las manos. La mirada en la nuca se sentía igual, pero diferente. Parecía que esa mañana la Banda del Gauchito había abierto la puerta de su santuario para ofrecer al barrio un banquete. Supongo que todos en ese momento habremos recordado las historias que escuchamos sobre ellos. Supongo que algo de verdad y fantasía tienen, como los milagros.
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Por Rosa Anzoategui
La dama perdida
Por Rosa Anzoategui
Aquella noche de 1993 perdí las ganas, perdí el rumbo, mi mente no descansaba un segundo. Yo perdí la vida, cuando él perdió la suya.
La primera semana me pellizcaba todos los días para ver si era sólo un sueño. Pero no, él nunca volvió. Entonces una noche decidí volver a aquella oscura y solitaria ruta. Explorando el lugar, de pronto, vi una luz que llegó y no recuerdo mucho más. Sólo al volver a abrir los ojos me encontré tirada en el piso. Al mirar a mi alrededor, vi al colectivero y a los pasajeros buscando algo o a alguien, ¿será que me buscan a mí? decía. Pero yo estaba ahí, justo ahí en frente del colectivo.
Entonces entendí que aquella noche perdí la vida, pero para mí la había perdido hace 3 meses atrás.
Por Lalo Landa
SAMUEL
El vecino que nunca conocí
(y aun así extraño)
Por Lalo Landa
Es difícil precisar el primer recuerdo que tengo de Samuel. Hay cosas que, de este lado del cruce de José C. Paz, parece que siempre estuvieron ahí: la parrilla en la esquina, la hilera de pinos gigantes frente a mi casa bordeando toda la cuadra, la fábrica de aerosoles, más al fondo la quinta de los curas y, a la vuelta, la casa de Samuel.
Quizás este primer recuerdo sea una suerte de combinatoria creada por mi cabeza a partir de las tantas veces que pasé por la vereda de su casa.
Lo cierto es que me veo un domingo caminando a la iglesia con mis viejos y mi hermano. Voy de la mano de mi viejo y, cuando doblamos en Mascardi, al verlo sentado en la puerta de su casa él simplemente le tira un “Buen día, Samuel”.
Lo veo sentado tomando mate a la sombra del ciruelo, siento el olor del pasto recién cortado, y de fondo la fachada de su casa color rosa con la puerta de madera gastada que se deja ver entre las pocas tiras de una cortina plástica azul. En el frente unos cuantos rosales y algunas marcas de un pasado familiar que nunca nadie atestiguó.
Con el paso del tiempo, segui transitando la misma vereda y repetí sin interrogarme la fórmula de papá: “Buen día, Samuel”. Siempre tuve la sensación de que él sabía mucho más de mí que yo de él. Para mí sólo era el viejo de la casa rosa que vive solo; para él, al menos, yo era el hijo de Manuel.
Me entristece pensar que no me di cuenta exactamente cuando dejé de verlo. Parece que un día me levanté y, al doblar sobre Mascardi, el asfalto estaba ahí pero los rosales estaban secos, el pasto estaba alto y sobre el alambrado que bordea una casa ya gris, simplemente había un cartel que decía “SE VENDE”.
Nadie supo decirme si murió, si se mudó o qué pasó con él. Parece que todos al verlo seguíamos la misma fórmula: “Buen día, Samuel”.
Al preguntar a los viejos del barrio, surgieron mil historias. Entre ellas que Samuel era correntino, militar, que el cáncer se había llevado a su mujer a temprana edad y, a raíz de eso, se fue volviendo cada vez más taciturno hasta que sus propias hijas dejaron de verlo y ya no estaban en contacto con él.
Otros decían que Samuel era un viejo guitarrero sanjuanino, mujeriego, amante de las noches de boliche, la ginebra y el buen cigarro, hasta que perdió la voz por un raro trastorno de parálisis de las cuerdas vocales.
También estaban quienes decían que era un santiagueño que alguna vez alguien contrató para cuidar esa propiedad, que había llegado del campo y que nunca se había vinculado con los vecinos.
Por mi parte, si alguna vez alguien me pregunta diré que Samuel, era el viejo que vivía sobre Mascardi en la casa color rosa, que siempre tenía bien arreglado el jardín y devolvía el saludo cuando íbamos a la iglesia. Diré que delante de sus ojos seguro se tejió la historia del barrio y que, a pesar de no haberlo conocido, aun así, lo extraño.
DEL CONURBANO HACIA LA DIVINIDAD
Por Alexis Lavandeira
En la pared de la cancha, alguien pintó a Maradona hace años, con su mirada desafiante y la camiseta con la que más nos representó.
Cada pibe lo saluda antes de patear. Saben que es sólo una pintura, pero en el barrio, Diego es más que un dibujo.
Un viejo hincha le deja flores en el aniversario: “El Diego nos brinda alegría desde donde esté”.
Y, aunque los chicos se rían, sienten que, cuando se levanta el polvo en el potrero, desde la pared él está ahí con ellos.
Fue, quizás, el último Santo Popular del país.
Por Wuilda Elizabeth Sánchez Santacruz
El otro podés ser vos
Por Wuilda Elizabeth Sánchez Santacruz
Juan, un joven de 18 años, creció en una Villa del conurbano. Desde pequeño, fue testigo de la violencia y la discriminación. La falta de oportunidades y la sensación de estar atrapado en un sistema injusto lo habían endurecido. Ahora, repetía las mismas palabras hirientes que había escuchado toda su vida, sin darse cuenta de que se había convertido en parte del problema.
El dolor humano es una realidad innegable, especialmente cuando se vive en un contexto social injusto. La pregunta es: ¿por qué sufrimos tanto y qué nos lleva a infligir dolor a los demás?
El llanto se convierte en una válvula de escape para expresar el dolor acumulado por las injusticias. Sin embargo, esta expresión momentánea no soluciona el problema de fondo. Nos preguntamos: ¿qué lleva una persona a dañar a otra sin conocerla? ¿Qué heridas internas pueden llevar a actos de violencia?
La búsqueda de respuestas a estas preguntas nos lleva a un laberinto de emociones y reflexiones. El dolor humano es un enigma que ha ocupado a filósofos y pensadores a lo largo de la historia. Tal vez, la única certeza es que el sufrimiento es una experiencia universal que nos une a todos, independientemente de nuestras diferencias.