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El vecino que nunca conocí
(y aun así extraño)

Por Lalo Landa

Es difícil precisar el primer recuerdo que tengo de Samuel. Hay cosas que, de este lado del cruce de José C. Paz, parece que siempre estuvieron ahí: la parrilla en la esquina, la hilera de pinos gigantes frente a mi casa bordeando toda la cuadra, la fábrica de aerosoles, más al fondo la quinta de los curas y, a la vuelta, la casa de Samuel.      

Quizás este primer recuerdo sea una suerte de combinatoria creada por mi cabeza a partir de las tantas veces que pasé por la vereda de su casa. 

Lo cierto es que me veo un domingo caminando a la iglesia con mis viejos y mi hermano. Voy de la mano de mi viejo y, cuando doblamos en Mascardi, al verlo sentado en la puerta de su casa él simplemente le tira un “Buen día, Samuel”. 

Lo veo sentado tomando mate a la sombra del ciruelo, siento el olor del pasto recién cortado, y de fondo la fachada de su casa color rosa con la puerta de madera gastada que se deja ver entre las pocas tiras de una cortina plástica azul. En el frente unos cuantos rosales y algunas marcas de un pasado familiar que nunca nadie atestiguó.  

Con el paso del tiempo, segui transitando la misma vereda y repetí sin interrogarme la fórmula de papá: “Buen día, Samuel”. Siempre tuve la sensación de que él sabía mucho más de mí que yo de él. Para mí sólo era el viejo de la casa rosa que vive solo; para él, al menos, yo era el hijo de Manuel. 

Me entristece pensar que no me di cuenta exactamente cuando dejé de verlo. Parece que un día me levanté y, al doblar sobre Mascardi, el asfalto estaba ahí pero los rosales estaban secos, el pasto estaba alto y sobre el alambrado que bordea una casa ya gris, simplemente había un cartel que decía “SE VENDE”.

Nadie supo decirme si murió, si se mudó o qué pasó con él. Parece que todos al verlo seguíamos la misma fórmula: “Buen día, Samuel”.

Al preguntar a los viejos del barrio, surgieron mil historias. Entre ellas que Samuel era correntino, militar, que el cáncer se había llevado a su mujer a temprana edad y, a raíz de eso, se fue volviendo cada vez más taciturno hasta que sus propias hijas dejaron de verlo y ya no estaban en contacto con él.  

Otros decían que Samuel era un viejo guitarrero sanjuanino, mujeriego, amante de las noches de boliche, la ginebra y el buen cigarro, hasta que perdió la voz por un raro trastorno de parálisis de las cuerdas vocales.

También estaban quienes decían que era un santiagueño que alguna vez alguien contrató para cuidar esa propiedad, que había llegado del campo y que nunca se había vinculado con los vecinos. 

Por mi parte, si alguna vez alguien me pregunta diré que Samuel, era el viejo que vivía sobre Mascardi en la casa color rosa, que siempre tenía bien arreglado el jardín y devolvía el saludo cuando íbamos a la iglesia. Diré que delante de sus ojos seguro se tejió la historia del barrio y que, a pesar de no haberlo conocido, aun así, lo extraño.       
 

SAMUEL
Por Lalo Landa